viernes, 21 de agosto de 2009
Cartas postales
CARTA
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.
Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelando, humano,
sin ojos que puedan verlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inusitada voz
han de repetir: te quiero.
Miguel Hernández
El hombre acecha (1938-1939)
Rosana
Carta Urgente
Una voz: la de Sarah Vaughan
A veces las palabras de presentación sobran. Porque pueden sonar finalmente vacías y huecas. Entonces solo queda entregarse a la escucha, despejar el camino hacia los sentidos y dejarse penetrar de manera completa por la voz.
Send in the clowns
sábado, 15 de agosto de 2009
PERSEO (nueva mirada hacia la mitología griega)
NACIMIENTO DE PERSEO
Finalmente, el primero reinó en Argos, y el otro, Preto, en Tirinto. Así pues, Acrisio es rey de Argos. Está desolado por no tener un hijo varón. Se va, siguiendo la costumbre, a consultar al oráculo de Delfos para que se le diga si tendrá un heredero y, si es así, qué debe hacer para tenerlo. Siguiendo la regla habitual, el oráculo no contesta a la pregunta, sino que le indica que su nieto, el hijo de su hija, lo matará.
Su hija se llama Dánae. Es una muchacha bellísima a la que Acrisio quiere mucho, pero se siente aterrorizado ante la idea de que su nieto esté destinado a matarlo. ¿Qué puede hacer? Piensa que el encierro es la solución. En realidad el destino de Dánae es permanecer frecuentemente encerrada. Acrisio hace construir, sin duda en el patio del palacio, una prisión subterránea de bronce y ordena bajar a Dánae con una mujer destinada a su servicio; después las encierra concienzudamente a las dos. Ahora bien, desde lo alto del cielo, Zeus ha descubierto a Dánae en la flor de su juventud y su belleza, y se ha enamorado de ella. Estamos en una época en que la separación entre los dioses y los hombres ya se ha consumado. Pero, aunque separados, la distancia todavía no es lo bastante grande para impedir que, de vez en cuando, desde lo alto de la cumbre del Olimpo, en el éter brillante, los dioses contemplen a las hermosas mortales. Ven a las hijas de Pandora, a la que ellos mismos enviaron a los hombres, y a la que Epimeteo abrió imprudentemente su puerta. Les parecen magníficas. No es que las diosas no sean hermosas, pero es posible que los dioses descubran en esas mujeres mortales algo que las diosas no poseen. Tal vez sea la fragilidad de la belleza o el hecho de que no sean inmortales y que haya que cogerlas cuando están todavía en el cenit de su juventud y su encanto.
Zeus se enamora de Dánae y sonríe al verla encerrada por su padre en aquella prisión subterránea de bronce. Desciende en forma de lluvia dorada y la fecunda; aunque también es posible que una vez en el calabozo recuperara su personalidad divina con apariencia humana. Zeus se une a Dánae en el mayor de los secretos. Dánae espera un hijo, un varón que será llamado Perseo. Esta aventura permanece clandestina hasta el momento en que Perseo, un chiquillo vigoroso, llora con tanta fuerza que un día, al pasar por el patio, Acrisio oye un extraño ruido procedente de la prisión donde ha encerrado a su hija. El rey quiere verla. Hace subir a todo el mundo, interroga a la nodriza y se entera de que allí hay un niño. Se siente lleno de pánico y furor a un tiempo al recordar la profecía del oráculo de Delfos. Supone que la sirvienta ha introducido subrepticiamente a un hombre en el lecho de Dánae. Interroga a la hija: “¿Quién es el padre de esa criatura?” “Zeus”. Acrisio no se lo cree. Comienza por matar a la sirvienta convertida en niñera, la sacrifica precisamente sobre su alta doméstico de Zeus. Pero ¿qué hacer con Dánae y el niño? El padre no quiere manchar sus manos con la sangre de su hija y su nieto. De nuevo decide encerrarlos.
PERSECUCIÓN DE LAS GORGONAS
El rey Polidectes preside la mesa. Ha dado como pretexto para el banquete su supuesta intención de casarse con Hipodamía. Para poder casarse con ella, debe ofrecer a los que tienen autoridad sobre la joven suntuosos regalos, objetos preciados. Toda la juventud de Sérifos está presente, y, evidentemente, también Perseo. En el transcurso de la comida, todos hacen alardes de generosidad y nobleza. El rey pide que le traigan, sobre todo caballos. Hipodamía es una joven enamorada de la equitación; si se el ofrece una caballeriza entera, su corazón se rendirá. ¿Qué hará Perseo para impresionar tanto a sus jóvenes camaradas como al rey? Manifiesta que él no se limitará a traer una yegua, sino todo lo que el rey quiera, por ejemplo, la cabeza de la Gorgona. Lo dice sin pensarlo demasiado. A la mañana siguiente, cada invitado trae al rey el regalo prometido; Perseo se presenta con las manos vacías y se muestra dispuesto a traer también él una yegua, pero el rey le dice: “No, tú me traerás la cabeza de la Gorgona.” No hay manera de escaparse: si no cumple su palabra, se le caerá la cara de vergüenza. No hay manera de eludir una promesa, aunque haya sido una jactancia. Ya tenemos, pues, a Perseo obligado a traer la cabeza de la Gorgona. No olvidemos que es el hijo de Zeus; cuanta con la simpatía y el apoyo de cierto número de divinidades, en especial de Atenea y Hermes, dioses inteligentes, sutiles y desenvueltos, que cuidarán de que la promesa sea cumplida. Así pues, Atenea y Hermes colaboran con el joven en la hazaña que tiene que realizar. La exponen la situación: para conseguir llegas hasta las Gorgonas hace falta, en primer lugar, saber dónde se encuentran. Ahora bien, nadie lo sabe.
Son unos monstruos espantosos, tres hermanas que forman un trío de seres horribles y mortíferos, de las cuales dos son inmortales, mientras que la tercera, que se llama Medusa, es mortal. Esta cabeza, la de la Medusa, es la que debe conseguir.
Perseo no se equivoca. Ve el momento en que el ojo está disponible y lo coge. Se apodera también del diente. Las Grayas se encuentran en un estado espantoso, gritando de rabia y de dolor. Están ciegas y sin su único diente. Inmortales, pero reducidas a nada. Obligadas a implorar a Perseo que les devuelva el ojo y el diente, están dispuestas a ofrecerle cualquier cosa a cambio. Lo único que él pretende es que le indiquen el lugar donde residen las muchachas, las Nýmphai, las Ninfas, y el camino para llegar hasta allí.
Velocidad e invisibilidad. Le obsequian también con un tercer regalo, la kýbissis, unas alforjas, un zurrón en el que los cazadores meten la presa en cuanto está muerta. En este zurrón, Perseo depositará la cabeza de Medusa para que sus ojos sigan ocultos, como unos párpados que se cerrarán sobre los ojos mortíferos de la Gorgona. A todo eso Hermes añade un regalo personal, que es la harpé, esa hoz curvada que corta sea cual sea la dureza del obstáculo que encentra. Ya tenemos, pues, a Perseo equipado de los pies a la cabeza: en los pies, las sandalias; en la cabeza, el casco de la invisibilidad; la kýbissis, a la espalda, y la hoz en la mano. Así que vuela hacia las Gorgonas.
Los ojos son muy especiales. Tienen la propiedad de que quien quiera que los mire se convierta al instante en piedra. Todo lo que constituye la vida, la movilidad, la flexibilidad, la ligereza, el calor, la suavidad del cuerpo, todo se convierte en piedra. No se afronta únicamente la muerte, sino una metamorfosis que nos hace pasar del reino humano al mineral, y, por tanto, a lo más contrario del ser humano. Es algo a lo que no se puede escapar. Así pues, la dificultad consistirá, para Perseo, en descubrir, por una parte, cuál de las tres cabezas de las Gorgonas tiene que cortar, y después en no cruzar en ningún momento su mirada con ninguna de las tres. Concretamente, tiene que cortar la cabeza de Medusa sin cruzar la mirada cara a cara, con ella, sin entrar en su campo de visión. En la historia de Perseo, la mirada desempeña un papel considerable; en el caso de las Grayas, se trataba únicamente de tener una mirada más rápida que la de los monstruos. Pero cuando se ira a una Gorgona, cuando se cruza la mirada de la Medusa, sea rápida o lenta, lo que se ve reflejado en los ojos del monstruo es a uno mismo convertido en piedra., a uno mismo transformado en una cara del Hades, un semblante de muerte, ciego, sin mirada.
Nos encontramos con una paradoja total. El problema es resuelto por Atenea, que descubre la manera de colocar su hermoso escudo pulimentado de forma que, sin cruzar su mirada con la de Medusa, Perseo vea con claridad su reflejo en la hoja de su arma, bruñida como el espejo, para conseguir asegurar el golpe y degollarla como si la viera directamente. Le corta la cabeza, la coge, la mete en el kýbissis, lo cierra y se marcha.
La desdichada gime, y su lamento llega hasta Perseo, que vuela por los aires; lo oye, la ve. Su corazón se siente embargado por la belleza de Andrómeda. Busca a Cefeo, que le cuenta lo ocurrido. Perseo le promete liberar a su hija si se la da como esposa. El padre acepta, pensando que, en cualquier caso, es imposible que el joven llegue hasta ella. Perseo regresa al lugar donde Andrómeda, rodeada por las olas, permanece atada, de pie sobre un pequeño peñasco. El monstruo avanza hacia ella, inmenso y temible, aparentemente invencible. ¿Qué puede hacer Perseo? Con las fauces abiertas y la cola golpeando las olas, el monstruo amenaza a la hermosa Andrómeda. En los aires, Perseo se sitúa entre el sol y el mar, de manera que su sombra se proyecte sobre las aguas, justo delante de los ojos de la bestia. La sombra sobre el espejo de las aguas, igual que, sobre el escudo de Atenea, el reflejo de Medusa. Perseo no ha olvidado la lección que acaba de darle la diosa. Al ver la sombra que se mueve delante de él, el monstruo se imagina que allí está el ser que le amenaza. Se precipita sobre el reflejo y, en aquel momento, Perseo, desde lo alto del cielo, cae sobre él y lo mata.
Perseo se lleva después a Andrómeda con él. Recupera su zurrón, que se apresura a cerrar, y llega a Sérifos, donde su madre, Dánae, le espera. También le aguarda Dictis. Los dos se han refugiado en un santuario para escapar de Polidectes. Entonces Perseo decide vengarse del malvado rey. Le comunica que ha vuelto y que le trae el regalo prometido; se lo entregará en el transcurso de un gran banquete. Todos los hombres de Sérifos, jóvenes y adultos, se reúnen en la gran sala. Beben y comen, es una fiesta. Llega Perseo. Abre la puerta, le saludan, entra. Polidectes se pregunta qué va a ocurrir.
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Leído el mito de Perseo, al menos en la particular versión que nos ofrece Jean Pierre VERNANT, cuya obra es muy recomendable en muchos sentidos para cuestiones de mitología griega, podemos concluir con una pieza musical de la serenata “Andromeda Liberata”. Sin entrar aquí en cuestiones musicológicas respecto a la autoría y formación de tal pieza, algo que se escapa a nuestras capacidades, nos permitimos ofrecer el aria de Perseo titulada “Sovente il sole”, que el musicólogo francés Olivier Fourès identificó como pieza compuesta por Antonio Vivaldi. Se trata de un conmovedor largo en mi menor con violín obligado. La versión que les ofrezco para escuchar está cantada por el contratenor Philippe Jaroussky, acompañado del Ensemble Matheus, bajo la dirección de Jean Christophe Spinosi.
Si son capaces de soportar toda la belleza del aria, pueden enfrentarse a su escucha.
Sovente il sole
A menudo el sol
Si alguien estuviera interesado en las cuestiones que rodean la autoría de “Andromeda liberarata” pueden seguir el siguiente enlace, donde seguro que encontrarán alguna información de interés
http://www.goldbergweb.com/es/magazine/interviews/2005/02/30766_2.php
(Las imágenes que ilustran este tema han sido tomadas de diversas páginas de internet. Excúsennos las respectivas páginas y autores por no poder citarlas a todas. Sirva la presente nota para testimoniar nuestra deuda con todos ellos, por si alguna imagen estuviera sometida a derechos de autor)
miércoles, 24 de junio de 2009
"MALDITA MÚSICA"
"Está empezando a sucederme con la música lo mismo que con algunas otras cosas, que en sí son bienes culturales e inocentes y es su utilización inadecuada la que puede hacer que se llegue a destarlos, injustamente.
Es muy difícil encontrar un local de hostelería en el que no haya música. Y claro, del tipo y al volumen que el dueño quiera. Ya apenas se salvan tampoco los últimos reductos que se librarban de la peste del hilo musical, los restaurantes. Ahora, en comidas y cenas tienes que aguantar música en el comedor; por lo general puesta a bajo volumen, bien es verdad, pero casi siempre inadecuada o repetitiva o directamente espantosa.
En bares -excluyo los de copas, donde siempre ha habido música más o menos escogida -y cafeterías hay dos modalidades principales de tormento: el hilo musical en el canal de música de ambiente -la banda sonora del limbo-, con esas versiones instrumentales deprimentes que no perdonan a nadie, desde Beethoven a Lou Reed, y la radio con programas de canciones de moda, que suelen ser más gritadas que cantadas -sin olvidar las salmodias rap-, trufadas de anuncios chorras, llmadas de oyentes con resto en vez de cociente intelectual y arengas de un presentador dicharachero que habla como si se hubiera caído en la marmita de las anfetaminas y consigue que añores la pena medieval de cercenadura de lengua.
Da igual que sea la hora del desayuno. Ayer me tocó un bar con salsa, a las nueve, como puede ser bakalao. Nadie parece oírlo o molestarle. Conlo cual uno se siente aún más neurótico. Pero lo peor es cuando un bar está lleno, con la gente haciendo el habitual concurso de ver quién habla más alto y la música de ambiente de fondo, que no se oye pero es una gama de ruido más que incita a elevar el volumen de voz. A nadie se le ocurre quitarla en esas circunstancias.
Parece que así como nos han convencido de que si no consumes todo el tiempo y lo que sea eres un marginal y un desgraciado, también es necesario que nos acompañe la música en todo tiempo y lugar. Da la impresión de que al ciudadano medio del siglo XXI, habituado a la constante compañía de la música, voces o ruidos, le aterrara el silencio. Tal vez sea porque asocia el silencio no a la tranquilidad, sino a la muerte. O porque el silencio ayuda a la reflexión, así como el ruido aturde e impide pensar, y quizá ese silencio se evita rigurosamente para no percibir ese característico eco que se produce en una casa vacía."
LA PARABOLA DE LOS CIEGOS
Hoy he decidido mostrarles la obra titulada "La Parábola de los ciegos", expuesta en las Galerías Nacionales de Capodimonte, en Nápoles (Italia), no tanto por el pintor, que lo merecería por sí solo, como por la temática. Porque últimamente, ese asunto, se me antoja diariamente reflejado en muchos sucesos de mi vida cotidiana. Si al menos un tuerto guiara la comitiva o emitiera el consejo... pero, curiosamente, siempre encabeza la procesión un ciego, que además resulta ser obstinado en el carácter y negador persistente de su falta de visión. Con lo cual ya sabemos el final que les espera a todos.
La obra está firmada por el autor y fechada (abajo a la izquierda): "BRVEGEL M.D.LX.VIII". El tema está inspirado en el Evangelio (Mateo XV, 14; Lucas VI, 39): "si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en un hoyo".
Por calidad pictórica e intensidad expresiva, se ha considerado a esta obra como una de las mejores páginas de Brueghel: "la meditadísima composición, toda ella dispuesta en diagonales que caen hacia la izquierda, la belleza del paisaje, la terrible verdad de los desgraciados dinámicamente dispuestos en abanico de izquierda a derecha (en su desordenado agolparse que los caracteriza como ciegos aun sin fijarse en el vacío de sus órbitas), con un sentido eneluctible y espasmódicamente tenso de la caída, la tenue entonación del color -grises, verdes, violetas apagados- y hasta la delgadez de la materia cromática, todo contribuye a hacer del cuadro un desgarrador documento de altísima humanidad y de arte sublime."
martes, 9 de junio de 2009
Y UNA CANCIÓN
By John Dowland (1563-1626)
Flow my tears, fall from your springs,
Exilde for ever: Let me morne
Where nights black bird hir sad infamy sings,
There let me live forlorne.
Downe vaine lights shine you no more,
No nights are dark enough for those
That in dispaire their last fortunes deplore,
Light doth but shame disclose.
Never may my woes be relieved,
Since pittie is fled,
And teares, and sighes, and grones
My wearie days of all joyes have deprived.
From the highest spire of contentment,
My fortune is throwne,
And feare, and griefe, and paine
For my deserts, are my hopes since hope is gone.
Hark you shadowes that in darnesse dwell,
Learn to contemne light,
Happy that in hell
Feele not the worlds despite.
¡Fluíd, lágrimas mías, caed de vuestros manantiales!
Exiliado para siempre, dejadme penar;
Permitidme que viva olvidado
Donde el pájaro negro de la noche canta la triste infamia de ella.
¡Apagaos, oh vanas luces, no brilléis más!
No hay noche lo bastante oscura para aquellos
Que en la desesperación lloran por sus fortunas perdidas.
La luz no hace más que mostrar su vergüenza.
Nunca serán mis penas aliviadas,
Puesto que la piedad ha huido;
Y las lágrimas, suspiros y gemidos han privado
de cualquier alegría a mis cansados días.
Desde la más alta cota de felicidad
Mi fortuna se ha precipitado
Y miedo, dolor y pena son mi única esperanza,
porque esperanza ya no hay
¡Oíd!, vosotras, sombras que en la oscuridad moráis,
Aprended a despreciar la luz
Felices, felices, quienes en el infierno
no sienten el desprecio del mundo.
UNA VOZ: LA DE PILAR LORENGAR
Y para glosar su trayectoria y cualidades nos permitimos el atrevimiento de “robar” las palabras que le dedica Joaquín Martín de Sagarmínaga en su sección de Diverdi.com “Dr. Oigo voces”.
“Pudo haberse quedado toda la vida siendo Lorenza García, acarreando con modestia canastillos de fresas y grabando docenas de zarzuelas todavía en los tiempos del garrote vil, con aquel manubrio interminable de Zafiro, las de los zafios prensados editadas por Zacosa. Pero el destino quiso que emigrase a Alemania, para trabajar en la construcción –del genero lírico alemán– y llegar a convertirse en esa magna Pilar Lorengar que aportó toda una playa de ambiciosos granos de arena, de tanto como asimiló el Geist, el Deutsches Requiem y el espeso oleaje de aquellas tierras tan diversas de Aragón o Chamberí. Para quien llegó a tutear a Gluck, Mozart, Weber, Wagner o Strauss, o a los Dvorák y Smetana, cuando todavía eran leídos en la lengua de los bávaros, rusalkando y noviavendidando también en modo magistral, ¡un respeto, señores!. Sáquense Vds. el sombrero de la chola, háganme el favor, porque delante de esta gran soprano no están permitidos más que para quitárselos con asombro y rendibú.
Intérprete singular, su voz redonda y luminosa se apoyó en la disciplina tedesca tanto como en una técnica italiana de órdago, cuyo fuerte era la soldadura de todos los registros. Puestos a comparar, la referencia ineludible sería Elisabeth Grümmer, por musicalidad y repertorio, por vibrato e irisaciones vocales. También cabe avecindarla con Teresa Stich-Randall, buena en Mozart y Strauss, pero de voz más feble, con menor matización y empaque en ópera o en lied.
Para ser una perfecta cantante alemana, Pilar no necesitó escribir una memoria escabrosa. No, no fue una Wilhelmine. Y cuando ella misma se fue, lo hizo de forma escalonada (Berlín para la ópera; Madrid y Oviedo para el recital), tan discreta como ella. Tenía derecho a descansar. Sólo nos engañó una vez, hacia el final de su vida. Casada en nupcia feliz con Jürgen, un médico de prestigio, dijo a los alegres chicos de la prensa que se retiraba para estar con los suyos. Recuerdo que pensamos: “¡Lorengar es de las pocas que, además de los focos, tiene otra vida!”
En 1996, ya tarde, descubrimos que por una vez fue convencional y no dijo la verdad ni oblicuamente. Se iba, sí, pero para morirse. “
© 2008 Diverdi, s.l.:
tomado de: http://www.diverdi.com/tienda/dosierd.aspx?id=206
Rusalka - Dvorak
Mesicku na nebi klubokem
Orquesta de la Opera de V¡ena
Walter Weller
Der Freischütz - Weber
Wie nahte mir der Schlummer…Leise, leise
Orquesta de la Opera de V¡ena
Walter Weller
lunes, 8 de junio de 2009
UNA PELÍCULA: LA LOBA
Dirección: William Wyler.
Producción: Samuel Goldwyb-RKO.
Guión: Lillian Hellman, según su obra teatral.
Fotografía: Gregg Toland (b/n).
Dirección artística: Stephen Gooson.
Montaje: Daniel Mandell.
Intérpretes: Bette Davis, Herbert Marshall, Teresa Wright, Richard Carison, Charles Dingle, Carl Benton Reid, Dan Buryea, Patricia Collinge.
“Un famoso artículo de André Bazin evitó que los jóvenes iconoclastas de las “nouvelle vague” lapidasen a Wiliam Wyler (1902-1981) en su mordaz revisión de los paladines del academicismo y la falsa “qualité”. Debido a ello, Francois Truffaut nunca ocultó su respeto hacia el viejo maestro nacido en la Alsacia francesa, educado en Lausana y París, y director brillante pero irregular en Hollywood donde tuvo que pechar con algunos encargos impropios de su talento. Wyler disfrutó de una educación refinada y, evidentemente, fue un director exquisito.
Sin embargo, su cine continúa suscitando encono y adoración casi a partes iguales. Para Bazin, en ese cineasta americano el “máximo coeficiente cinematográfico coincide paradójicamente con el mínimo de puesta en escena posible”. Es el triunfo del “estilo sin estilo”, generador de frases que hoy se nos antojan desmedidas e incluso blasfemas, como aquella de Roger Leenhardt (crítico de "Esprit" y "Lettres Françaises") que, en ocasión del estreno en París de La Loba, sentenció: “¡Abajo Ford, viva Wyler!” Para el irónico Andrew Sarris, la “carrera de Wyler, al menos por que hace a dirección personal, no pasa de ser un cero”. No es extraño que semejante descalificación vaya acompañada de otro temerario aserto: La loba le debe más a la cámara de Toland que a la dirección de Wyler. Claro que Gregg Toland, aquel mismo año, había dirigido la fotografía de Ciudadano Kane.
Intentemos encontrar el término medio, siempre tan difícil y menos brillante en fuegos de artificio. La loba reunía de nuevo a Wyler y Lillian Hellman, su guionista en Estos tres (1936, película de la que el propio Wyler haría un remake en 1961, titulado La calumnia) y Calle sin salida (1937). La loba partía de la obra teatral de Lillian Hellman, The little foxes, estrenada con gran éxito por la legendaria Tallulah Banhkead, y que en la temporada 1981-1982 le sirviera a Elizabeth Taylor (tras dejar varios kilos en la sauna) para convertir en acontecimiento su presencia en los escenarios de Nueva York y Londres.
Pero un tercer talento resultó decisivo para que La loba siga siendo hoy una de las películas más sólidas de su autor. El film servía de reencuentro de dos antiguos amantes, William Wyler y Bette Davis, con el clima pasional que aquello implicaba. Wyler, que ya la había dirigido en Jezabel (1938) y La Carta (1940), quiso contar para el proyecto con Bette Davis y consiguió que la MGM pagara a la Warner 150.000 dólares por la cesión, más el préstamo de Gary Cooper para la película El sargento York.
Si hemos de creer al solvente Charles Higham, biógrafo de la estrella, Wyler cometió un afortunado error cuando impuso a su ex-amante que dejara a un lado su natural soberbia y asistiera a una representación en Broadway de Tallulah Bankhead, en su interpretación de la ambiciosa protagonista de “The Little Foxes”. Miss Davis –temperamental y orgullosa, pero espléndida actriz- quedó tan impresionada por el trabajo de Tallulah que lo arriesgó todo con tal de darle al personaje de Regina un registro interpretativo totalmente distinto. Creó su propio maquillaje y un peinado característico para obtener una creación personal. “En vez de la sensualidad y la voluptuosidad reprimida que sugería Tallulah –explica Higham-, Bette se propuso retratar a una mujer que ha destruido su sexualidad para competir con los hombres”
Con la famosa escena en la que deja morir a Hebert Marshall (que ya había sido su compañero en La carta), Bette Davis lograba la más definitiva de sus composiciones de malvada. Los altercados con Wyler eran diarios, pero propiciaron una interpretación antológica. Según Higham, “el encanto y la calidez que deseaba Wyler hubieran desencajado en el contexto: Lillian Hellman había escrito una historia simbólica de la ambición burguesa americana y Bette mostraba consecuentemente cómo el deseo por ganar dinero superaba el deseo sexual y destruía el amor en el matrimonio”
(texto de Lluis Bonet Mojica, en Diccionario de películas de cine norteamericano. Antología Crítica. Madrid 2002. Páginas 449-450)
UNA ACTRIZ, BETTE DAVIS
Porque la vida y obra de Bette Davis puede resumirse así: la lucha contra el medio adverso. “Soy lo suficientemente temeraria para afrontar todo lo que considero un desafío”. El desafío se lo lanza continuamente al vida, el teatro, el cine, sus amores, ella misma…Desde que nació, todos la consideraron poco agraciada, y cuando llegó a Hollywood corrió la broma de que tenía el mismo sex-appeal que Slim Summerville, uno de los cómicos más grotescos del cine, lo que siempre es un fuerte enemigo en la carrera de una actriz, más en el cine y más aún en Hollywood, con su fetichismo por la belleza tipificada. Su padre, abogado distinguido, era un hombre callado y frío: jamás elogió la labor de su hija, aunque llegó a admirarla profundamente. Tuvo una hermana, año y medio menor, pero cuando ella tenía ocho años el matrimonio se divorció. Comenzó para la madre y la dos chicas una vida azarosa y errante: antes de dedicarse al teatro habían vivido ya en 75 lugares distintos. Su madre trabajaba en lo que podía, desde gobernanta de casas o colegios hasta reportera fotográfica. En Nueva Cork, Bette vio las primeras películas de Mary Pickford y Rodolfo Valentino, pero nunca pensó en dedicarse al cine ni a la escena. El azar lo decidió. En Peterboro (New Hampshire), lugar de veraneo, actuaban compañías teatrales de temporada: el fotógrafo se había ausentado, la madre de Davis debía setecientos dólares y decidió aprovechar aquel mercado de actores para sus actividades fotográficas. Bette entró en una academia de danza, y un actor, Frank Conroy, le aconsejó que se dedicase al teatro. Fue una de las pocas personas que creyeron en ella, y marcó su destino.
Estudia en una academia de Nueva York, dirigida por Hugo Anderson, al que su madre convenció de que le pagaría cuando pudiera. El hijo de presidente de la Academia, Hornblow, fue el primero que vio sus posibilidades cinematográficas, le hizo una prueba y la envió a Sam Goldwyn, pero sin resultado. Ganó la beca de la escuela y se mantuvo ya por sus medios. Por una carta de Conroy obtuvo un puesto en la compañía de George Cukor –luego distinguido director cinematográfico- para actuar en provincias, por 35 dólares semanales. La madre le recomendó que estudiase el papel de la segunda actriz, porque se torcería un tobillo y Bette podría sustituirla. Así sucedió, con gran satisfacción de la señora, que presumía de vidente. Pero Cukor no se fijó en el trabajo de Bette Davis; más adelante, en otra gira, la echaría de la compañía, y en Hollywood nunca creyó en ella. Durante una temporada de verano en Dennos (Massachussets) con la “Cape Playhouse”, también logró sustituir a la ingenua, pero la primera figura no la dejó moverse apenas en escena, hasta anularla. El clásico caso de suerte del anecdotario teatral no se cumplió. Sin embargo, Bette trabajará con esta compañía todos los veranos hasta su marcha a Hollywood. En noviembre de 1929 actúa en el teatro Ritz de Nueva York en “Platos rotos”, que logra cerca de doscientas representaciones. Es un año glorioso del teatro neoyorquino, porque la gran bancarrota de hacía unos meses no se sentía aún en la calle.
En la escena de Broadway actúan aquella temporada Clark Gable, James Cagney, Spencer Tracey, Lawrence Olivier, Claudette Colbert, Maurice Chevalier, Ginger Rogers…la gran pléyade que Hollywood va a llamar para apoyar al cine sonoro, ya impuesto. En esa caza de actores, más o menos conocidos, pero que supieran hablar en escena, entró Bette Davis.
La Warner la utiliza entonces e interpreta una serie de films, entre los que destaca Peligrosa, que le vale el primer Oscar de la Academia de Hollywood. En El bosque petrificado crea un excelente personaje junto a Leslie Howard. Pero la mayoría de estas películas no le ofrecen nada y la actriz estima que son “increíblemente malas”.
Pero no ha encontrado nunca el productor, la película, el argumento ni el realizador que precisaba. Ni mejor ni peor, sino el necesario a esa personalidad peculiar, impar, de orden genial. Apenas media docena de films y personajes ofrecen un camino a sus posibilidades de creación. Lo demás es mediocre, nombres y nombres, sin apenas valor en la historia del cine.
Poco a poco estos films la van encasillando en tipos manidos, consabidos, repetidos. A partir de 1953 sus films son de una creciente insignificancia artística. Bette Davis vuelve al teatro, hace una revista musical dirigida por Bassin, recorre el país, tiene éxitos en Brodway, pero como gran estrella de cine ha desaparecido prácticamente. Son diez años de nueva lucha contra todas las adversidades. Operada de osteomielitis, estuvo dos años retirada para reponerse; después se rompió la columna vertebral, lo cual la obligó a un año de reposo; su aspecto físico acusa agudamente, exageradamente, el tiempo. Murió su madre, su constante e infatigable amiga y compañera. Y se consumó su cuarto divorcio, tras diez años de matrimonio con el actor Gary Merrill, con el que hacía sus giras teatrales. Su primer matrimonio fue con músico Harmon Nelson Jr., antiguo compañero de colegio, casados de 1932 a 1939; Arthur Farnsworth, divorciados en 1943, y el ex boxeador William Grant Sherry. Tiene una hija propia y dos hijos adoptados. Con ellos vuelve a Hollywood, dispuesta a afrontarlo de nuevo por el camino más difícil, haciendo una petición pública de trabajo como una empleada cualquiera. Obtiene éxitos en ¿Qué fue de Baby Jane? y Canción de cuna para un cadáver, ambas de Robert Aldrich. Pero sin recuperar el puesto de magnífica actriz que tan legítimamente ocupó durante muchos años.”
(Texto tomado íntegramente de VILLEGAS LÓPEZ, Manuel: Grandes clásicos del cine. Pioneros, mitos, innovadores. Ediciones JC. Toledo 2005. Páginas 95-99)
¿ALGUNA VEZ SUPERAREMOS TANTO HORROR?
Y tantos años después, seguramente nunca suficientes, Kim Phuc sigue gritando, estática en esa imagen congelada del 8 de junio de 1972, contra toda víctima inocente de cualquier guerra. Y a veces uno se pregunta por qué parecemos sordos ante tanto dolor, insensibles ante tanto y tanto sufrimiento.
MI ASIGNACIÓN TRIBUTARIA PARA LA IGLESIA CATÓLICA
Si uno opta porque su asignación tributaria del 2008 vaya a la Iglesia Católica, es capaz de medir en cierta medida el destino final que puede darse a esa porción tan pequeña de dinero. Porque lo mismo podrá aplicarse a la compra de cirios y velas, a la confección de zapatos y ropajes para algún purpurado, a matar la polilla de cualquier santo barroco de esos que cuelgan en los retablos o a construir una escuela en algún remoto lugar del África negra. Si me dieran a elegir seleccionaría la última posibilidad, evidentemente. Me temo sin embargo que no hay tal opción. Rezaré en cualquier caso para que la escuela africana se vea beneficiada con mi aportación y tire otro año más con lo puesto el purpurado, aunque tengo el presentimiento de que tales rezos de nada habrán de servirme en este caso.
Pero prefiero pensar en tales posibilidades, por poco gratas que me resulten algunas de ellas, ya digo, que en esa otra más incierta que hace del Estado el depositario de mi asignación tributaria y, por tanto, sumo distribuidor con libre albedrío. Puedo pensar en nuevas infraestructuras, tan necesarias en muchos lugares; puedo pensar en obras sociales, más necesarias si cabe que las anteriores; puedo pensar…. en decenas de cosas beneficiosas para esta vieja piel de toro que uno habita y para sus ciudadanos a las que sería oportuno contribuir. Pero nadie me asegura que el destino del dinero pueda ser ese y no otro. Nadie me asegura que mi aportación, junto con la de algunos otros, no vaya a servir para reflotar el capitalismo, financiar los partidos políticos, servir de aval para los errores y pérdidas de la banca o amparar el descalabro de algunas empresas poco rentables, pero muy emblemáticas.
Porque si uno levanta el faldón de esa cosa tan abstracta que se llama Estado y que, últimamente, sólo alcanza a correr en auxilio de los grandes afectados por esta crisis que nos ha tocado vivir, aprecia que debajo, sosteniendo todo ese entramado, hay mucho ciudadano de a pie, de ese del que nadie se acuerda hasta que su dinero se precisa para sacar a otros a flote. Y esos a los que hay que salvar, curiosamente, casi nunca resultan ser ciudadanos de a pie.
Por eso opto por la casilla de la Iglesia Católica en mi declaración. Puesto que, de paso, a lo mejor con mi óbolo me gano alguna indulgencia, que puede ser provechosa para mitigar ese pecado de egoísmo del que ahora hago gala. Y es que no hay mal que por bien no venga.