miércoles, 24 de junio de 2009

"MALDITA MÚSICA"

Leído en EL NORTE DE CASTILLA, el miércoles 15 de abril de 2009 y firmado por JUAN BAS

"Está empezando a sucederme con la música lo mismo que con algunas otras cosas, que en sí son bienes culturales e inocentes y es su utilización inadecuada la que puede hacer que se llegue a destarlos, injustamente.

Es muy difícil encontrar un local de hostelería en el que no haya música. Y claro, del tipo y al volumen que el dueño quiera. Ya apenas se salvan tampoco los últimos reductos que se librarban de la peste del hilo musical, los restaurantes. Ahora, en comidas y cenas tienes que aguantar música en el comedor; por lo general puesta a bajo volumen, bien es verdad, pero casi siempre inadecuada o repetitiva o directamente espantosa.

En bares -excluyo los de copas, donde siempre ha habido música más o menos escogida -y cafeterías hay dos modalidades principales de tormento: el hilo musical en el canal de música de ambiente -la banda sonora del limbo-, con esas versiones instrumentales deprimentes que no perdonan a nadie, desde Beethoven a Lou Reed, y la radio con programas de canciones de moda, que suelen ser más gritadas que cantadas -sin olvidar las salmodias rap-, trufadas de anuncios chorras, llmadas de oyentes con resto en vez de cociente intelectual y arengas de un presentador dicharachero que habla como si se hubiera caído en la marmita de las anfetaminas y consigue que añores la pena medieval de cercenadura de lengua.

Da igual que sea la hora del desayuno. Ayer me tocó un bar con salsa, a las nueve, como puede ser bakalao. Nadie parece oírlo o molestarle. Conlo cual uno se siente aún más neurótico. Pero lo peor es cuando un bar está lleno, con la gente haciendo el habitual concurso de ver quién habla más alto y la música de ambiente de fondo, que no se oye pero es una gama de ruido más que incita a elevar el volumen de voz. A nadie se le ocurre quitarla en esas circunstancias.

Parece que así como nos han convencido de que si no consumes todo el tiempo y lo que sea eres un marginal y un desgraciado, también es necesario que nos acompañe la música en todo tiempo y lugar. Da la impresión de que al ciudadano medio del siglo XXI, habituado a la constante compañía de la música, voces o ruidos, le aterrara el silencio. Tal vez sea porque asocia el silencio no a la tranquilidad, sino a la muerte. O porque el silencio ayuda a la reflexión, así como el ruido aturde e impide pensar, y quizá ese silencio se evita rigurosamente para no percibir ese característico eco que se produce en una casa vacía."

LA PARABOLA DE LOS CIEGOS

Reconoceré que la obra pictórica de PIETER BRUEGHEL siempre ha despertado en mí interés y entusiasmo, en especial algunos de sus muchos cuadros.

Hoy he decidido mostrarles la obra titulada "La Parábola de los ciegos", expuesta en las Galerías Nacionales de Capodimonte, en Nápoles (Italia), no tanto por el pintor, que lo merecería por sí solo, como por la temática. Porque últimamente, ese asunto, se me antoja diariamente reflejado en muchos sucesos de mi vida cotidiana. Si al menos un tuerto guiara la comitiva o emitiera el consejo... pero, curiosamente, siempre encabeza la procesión un ciego, que además resulta ser obstinado en el carácter y negador persistente de su falta de visión. Con lo cual ya sabemos el final que les espera a todos.

La obra está firmada por el autor y fechada (abajo a la izquierda): "BRVEGEL M.D.LX.VIII". El tema está inspirado en el Evangelio (Mateo XV, 14; Lucas VI, 39): "si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en un hoyo".

Por calidad pictórica e intensidad expresiva, se ha considerado a esta obra como una de las mejores páginas de Brueghel: "la meditadísima composición, toda ella dispuesta en diagonales que caen hacia la izquierda, la belleza del paisaje, la terrible verdad de los desgraciados dinámicamente dispuestos en abanico de izquierda a derecha (en su desordenado agolparse que los caracteriza como ciegos aun sin fijarse en el vacío de sus órbitas), con un sentido eneluctible y espasmódicamente tenso de la caída, la tenue entonación del color -grises, verdes, violetas apagados- y hasta la delgadez de la materia cromática, todo contribuye a hacer del cuadro un desgarrador documento de altísima humanidad y de arte sublime."



martes, 9 de junio de 2009

Y UNA CANCIÓN

Flow, My Tears
By John Dowland (1563-1626)

Flow my tears, fall from your springs,
Exilde for ever: Let me morne
Where nights black bird hir sad infamy sings,
There let me live forlorne.

Downe vaine lights shine you no more,
No nights are dark enough for those
That in dispaire their last fortunes deplore,
Light doth but shame disclose.

Never may my woes be relieved,
Since pittie is fled,
And teares, and sighes, and grones
My wearie days of all joyes have deprived.

From the highest spire of contentment,
My fortune is throwne,
And feare, and griefe, and paine
For my deserts, are my hopes since hope is gone.

Hark you shadowes that in darnesse dwell,
Learn to contemne light,
Happy that in hell
Feele not the worlds despite.


¡Fluíd, lágrimas mías, caed de vuestros manantiales!
Exiliado para siempre, dejadme penar;
Permitidme que viva olvidado
Donde el pájaro negro de la noche canta la triste infamia de ella.

¡Apagaos, oh vanas luces, no brilléis más!
No hay noche lo bastante oscura para aquellos
Que en la desesperación lloran por sus fortunas perdidas.
La luz no hace más que mostrar su vergüenza.

Nunca serán mis penas aliviadas,
Puesto que la piedad ha huido;
Y las lágrimas, suspiros y gemidos han privado
de cualquier alegría a mis cansados días.

Desde la más alta cota de felicidad
Mi fortuna se ha precipitado
Y miedo, dolor y pena son mi única esperanza,
porque esperanza ya no hay

¡Oíd!, vosotras, sombras que en la oscuridad moráis,
Aprended a despreciar la luz
Felices, felices, quienes en el infierno
no sienten el desprecio del mundo.


Intérpretes:
Barbara Bonney (soprano)
Jacob Heringman (laúd)

UNA VOZ: LA DE PILAR LORENGAR

Cabría haber citado muchas voces antes de que el nombre de la soprano PILAR LORENGAR hubiera asomado a nuestros labios, porque otras son las que ocupan preferentemente nuestros oídos. Pero siempre hemos sentido un cierto aprecio por esta artista aragonesa de nacimiento, especialmente desde aquellos tiempos en los que sus conciudadanos omitíamos cualquier referencia a sus cualidades y arte, cegados como estábamos por otros nombres más rutilantes o que copaban con mayor frecuencia los medios de comunicación. Por eso he querido que sea ella la primera en ser citada aquí, antes de dar entrada en este espacio a otras sopranos, a otras voces femeninas.

Y para glosar su trayectoria y cualidades nos permitimos el atrevimiento de “robar” las palabras que le dedica Joaquín Martín de Sagarmínaga en su sección de Diverdi.com “Dr. Oigo voces”.

“Pudo haberse quedado toda la vida siendo Lorenza García, acarreando con modestia canastillos de fresas y grabando docenas de zarzuelas todavía en los tiempos del garrote vil, con aquel manubrio interminable de Zafiro, las de los zafios prensados editadas por Zacosa. Pero el destino quiso que emigrase a Alemania, para trabajar en la construcción –del genero lírico alemán– y llegar a convertirse en esa magna Pilar Lorengar que aportó toda una playa de ambiciosos granos de arena, de tanto como asimiló el Geist, el Deutsches Requiem y el espeso oleaje de aquellas tierras tan diversas de Aragón o Chamberí. Para quien llegó a tutear a Gluck, Mozart, Weber, Wagner o Strauss, o a los Dvorák y Smetana, cuando todavía eran leídos en la lengua de los bávaros, rusalkando y noviavendidando también en modo magistral, ¡un respeto, señores!. Sáquense Vds. el sombrero de la chola, háganme el favor, porque delante de esta gran soprano no están permitidos más que para quitárselos con asombro y rendibú.

Pilar Lorengar tuvo éxitos iniciales resonantes, en el Colón bonaerense (donde fue Pamina con Beecham) o en el Met neoyorquino. Pero su casa durante más de treinta años fue centroeuropea. Un contrato la ligó con la Ópera Alemana de Berlín entre 1958 y 1989 y en ese tiempo puso a girar por el mundo sus Bodas, Don Giovanni, Freischütz, Lohengrin, Maestros... Tampoco descuidó lo latino, con su sanota Traviata como una manzana golden (en los tres primeros cuadros), su inflamada Desdémona o unas emotivas Tosca y Cio-Cio-San. Pero quizá su mayor creación fuera la ya mentada Pamina flautera. ¡Cómo tocaba Pilar esa flauta, con qué sencillez y ausencia de afectación! La cantó en una producción ilustrada por Chagall, y la grabó con Georg Solti, con los dibujos de Kokoschka que tanto alegraban el libreto, en parte ideados para un montaje luego no asumido del Covent Garden.

Intérprete singular, su voz redonda y luminosa se apoyó en la disciplina tedesca tanto como en una técnica italiana de órdago, cuyo fuerte era la soldadura de todos los registros. Puestos a comparar, la referencia ineludible sería Elisabeth Grümmer, por musicalidad y repertorio, por vibrato e irisaciones vocales. También cabe avecindarla con Teresa Stich-Randall, buena en Mozart y Strauss, pero de voz más feble, con menor matización y empaque en ópera o en lied.
Para ser una perfecta cantante alemana, Pilar no necesitó escribir una memoria escabrosa. No, no fue una Wilhelmine. Y cuando ella misma se fue, lo hizo de forma escalonada (Berlín para la ópera; Madrid y Oviedo para el recital), tan discreta como ella. Tenía derecho a descansar. Sólo nos engañó una vez, hacia el final de su vida. Casada en nupcia feliz con Jürgen, un médico de prestigio, dijo a los alegres chicos de la prensa que se retiraba para estar con los suyos. Recuerdo que pensamos: “¡Lorengar es de las pocas que, además de los focos, tiene otra vida!”


En 1996, ya tarde, descubrimos que por una vez fue convencional y no dijo la verdad ni oblicuamente. Se iba, sí, pero para morirse. “

© 2008 Diverdi, s.l.:
tomado de:
http://www.diverdi.com/tienda/dosierd.aspx?id=206






Rusalka - Dvorak
Mesicku na nebi klubokem
Orquesta de la Opera de V¡ena
Walter Weller






Le nozze di Figaro – Mozart
E Susana non vien!...Dove sono
Orquesta de la Opera de V¡ena
Walter Weller



Der Freischütz - Weber
Wie nahte mir der Schlummer…Leise, leise
Orquesta de la Opera de V¡ena
Walter Weller




Die tote Stadt – Korngold
Glück, das mir verblieb
Orquesta de la Opera de V¡ena
Walter Weller


Las fotos se han tomado prestadas, en su mayor parte, de http://www.cs.princeton.edu/~san/

lunes, 8 de junio de 2009

UNA PELÍCULA: LA LOBA

The Little foxes, 1941
Dirección: William Wyler.
Producción: Samuel Goldwyb-RKO.
Guión: Lillian Hellman, según su obra teatral.
Fotografía: Gregg Toland (b/n).
Dirección artística: Stephen Gooson.
Montaje: Daniel Mandell.
Intérpretes: Bette Davis, Herbert Marshall, Teresa Wright, Richard Carison, Charles Dingle, Carl Benton Reid, Dan Buryea, Patricia Collinge.

“Un famoso artículo de André Bazin evitó que los jóvenes iconoclastas de las “nouvelle vague” lapidasen a Wiliam Wyler (1902-1981) en su mordaz revisión de los paladines del academicismo y la falsa “qualité”. Debido a ello, Francois Truffaut nunca ocultó su respeto hacia el viejo maestro nacido en la Alsacia francesa, educado en Lausana y París, y director brillante pero irregular en Hollywood donde tuvo que pechar con algunos encargos impropios de su talento. Wyler disfrutó de una educación refinada y, evidentemente, fue un director exquisito.


Sin embargo, su cine continúa suscitando encono y adoración casi a partes iguales. Para Bazin, en ese cineasta americano el “máximo coeficiente cinematográfico coincide paradójicamente con el mínimo de puesta en escena posible”. Es el triunfo del “estilo sin estilo”, generador de frases que hoy se nos antojan desmedidas e incluso blasfemas, como aquella de Roger Leenhardt (crítico de "Esprit" y "Lettres Françaises") que, en ocasión del estreno en París de La Loba, sentenció: “¡Abajo Ford, viva Wyler!” Para el irónico Andrew Sarris, la “carrera de Wyler, al menos por que hace a dirección personal, no pasa de ser un cero”. No es extraño que semejante descalificación vaya acompañada de otro temerario aserto: La loba le debe más a la cámara de Toland que a la dirección de Wyler. Claro que Gregg Toland, aquel mismo año, había dirigido la fotografía de Ciudadano Kane.


Intentemos encontrar el término medio, siempre tan difícil y menos brillante en fuegos de artificio. La loba reunía de nuevo a Wyler y Lillian Hellman, su guionista en Estos tres (1936, película de la que el propio Wyler haría un remake en 1961, titulado La calumnia) y Calle sin salida (1937). La loba partía de la obra teatral de Lillian Hellman, The little foxes, estrenada con gran éxito por la legendaria Tallulah Banhkead, y que en la temporada 1981-1982 le sirviera a Elizabeth Taylor (tras dejar varios kilos en la sauna) para convertir en acontecimiento su presencia en los escenarios de Nueva York y Londres.


Pero un tercer talento resultó decisivo para que La loba siga siendo hoy una de las películas más sólidas de su autor. El film servía de reencuentro de dos antiguos amantes, William Wyler y Bette Davis, con el clima pasional que aquello implicaba. Wyler, que ya la había dirigido en Jezabel (1938) y La Carta (1940), quiso contar para el proyecto con Bette Davis y consiguió que la MGM pagara a la Warner 150.000 dólares por la cesión, más el préstamo de Gary Cooper para la película El sargento York.

Si hemos de creer al solvente Charles Higham, biógrafo de la estrella, Wyler cometió un afortunado error cuando impuso a su ex-amante que dejara a un lado su natural soberbia y asistiera a una representación en Broadway de Tallulah Bankhead, en su interpretación de la ambiciosa protagonista de “The Little Foxes”. Miss Davis –temperamental y orgullosa, pero espléndida actriz- quedó tan impresionada por el trabajo de Tallulah que lo arriesgó todo con tal de darle al personaje de Regina un registro interpretativo totalmente distinto. Creó su propio maquillaje y un peinado característico para obtener una creación personal. “En vez de la sensualidad y la voluptuosidad reprimida que sugería Tallulah –explica Higham-, Bette se propuso retratar a una mujer que ha destruido su sexualidad para competir con los hombres”


Con la famosa escena en la que deja morir a Hebert Marshall (que ya había sido su compañero en La carta), Bette Davis lograba la más definitiva de sus composiciones de malvada. Los altercados con Wyler eran diarios, pero propiciaron una interpretación antológica. Según Higham, “el encanto y la calidez que deseaba Wyler hubieran desencajado en el contexto: Lillian Hellman había escrito una historia simbólica de la ambición burguesa americana y Bette mostraba consecuentemente cómo el deseo por ganar dinero superaba el deseo sexual y destruía el amor en el matrimonio”

(texto de Lluis Bonet Mojica, en Diccionario de películas de cine norteamericano. Antología Crítica. Madrid 2002. Páginas 449-450)

UNA ACTRIZ, BETTE DAVIS

Ruth Elizabeth Davis nació el 5 de abril de 1908 en Lowell, Massachussets (Estados Unidos). Murió el 6 de octubre de 1989 en Neully, Francia. Los antecesores de su madre fueron hugonotes franceses, huidos del país en el siglo XVIII, y en su personalidad ha sido siempre decisivo este espíritu de la Nueva Inglaterra puritana, liberal, rebelde –uno de sus abuelos fue abolicionista militante-, luchadora, enérgica y tenaz. “Comparto con ello –dice- la filosofía de que cuando termina la lucha se extingue también el placer de vivir”. No hay en su familia antecedentes de actores. Su madre, Ruthie Favor, lo hubiera sido de haber nacido en otra generación y en otro ambiente. “Muchas veces pienso que ella es al verdadera actriz”. Su madre es un tipo fabuloso de mujer norteamericana en la que se resumen las mejores hazañas humanas que han hecho la grandeza vertiginosa e increíble de la nación. Compañera inseparable, incansable, invencible, siempre optimista y decidida, de una hija que debió conquistarlo todo en dura batalla.

Porque la vida y obra de Bette Davis puede resumirse así: la lucha contra el medio adverso. “Soy lo suficientemente temeraria para afrontar todo lo que considero un desafío”. El desafío se lo lanza continuamente al vida, el teatro, el cine, sus amores, ella misma…Desde que nació, todos la consideraron poco agraciada, y cuando llegó a Hollywood corrió la broma de que tenía el mismo sex-appeal que Slim Summerville, uno de los cómicos más grotescos del cine, lo que siempre es un fuerte enemigo en la carrera de una actriz, más en el cine y más aún en Hollywood, con su fetichismo por la belleza tipificada. Su padre, abogado distinguido, era un hombre callado y frío: jamás elogió la labor de su hija, aunque llegó a admirarla profundamente. Tuvo una hermana, año y medio menor, pero cuando ella tenía ocho años el matrimonio se divorció. Comenzó para la madre y la dos chicas una vida azarosa y errante: antes de dedicarse al teatro habían vivido ya en 75 lugares distintos. Su madre trabajaba en lo que podía, desde gobernanta de casas o colegios hasta reportera fotográfica. En Nueva Cork, Bette vio las primeras películas de Mary Pickford y Rodolfo Valentino, pero nunca pensó en dedicarse al cine ni a la escena. El azar lo decidió. En Peterboro (New Hampshire), lugar de veraneo, actuaban compañías teatrales de temporada: el fotógrafo se había ausentado, la madre de Davis debía setecientos dólares y decidió aprovechar aquel mercado de actores para sus actividades fotográficas. Bette entró en una academia de danza, y un actor, Frank Conroy, le aconsejó que se dedicase al teatro. Fue una de las pocas personas que creyeron en ella, y marcó su destino.

Estudia en una academia de Nueva York, dirigida por Hugo Anderson, al que su madre convenció de que le pagaría cuando pudiera. El hijo de presidente de la Academia, Hornblow, fue el primero que vio sus posibilidades cinematográficas, le hizo una prueba y la envió a Sam Goldwyn, pero sin resultado. Ganó la beca de la escuela y se mantuvo ya por sus medios. Por una carta de Conroy obtuvo un puesto en la compañía de George Cukor –luego distinguido director cinematográfico- para actuar en provincias, por 35 dólares semanales. La madre le recomendó que estudiase el papel de la segunda actriz, porque se torcería un tobillo y Bette podría sustituirla. Así sucedió, con gran satisfacción de la señora, que presumía de vidente. Pero Cukor no se fijó en el trabajo de Bette Davis; más adelante, en otra gira, la echaría de la compañía, y en Hollywood nunca creyó en ella. Durante una temporada de verano en Dennos (Massachussets) con la “Cape Playhouse”, también logró sustituir a la ingenua, pero la primera figura no la dejó moverse apenas en escena, hasta anularla. El clásico caso de suerte del anecdotario teatral no se cumplió. Sin embargo, Bette trabajará con esta compañía todos los veranos hasta su marcha a Hollywood. En noviembre de 1929 actúa en el teatro Ritz de Nueva York en “Platos rotos”, que logra cerca de doscientas representaciones. Es un año glorioso del teatro neoyorquino, porque la gran bancarrota de hacía unos meses no se sentía aún en la calle.

En la escena de Broadway actúan aquella temporada Clark Gable, James Cagney, Spencer Tracey, Lawrence Olivier, Claudette Colbert, Maurice Chevalier, Ginger Rogers…la gran pléyade que Hollywood va a llamar para apoyar al cine sonoro, ya impuesto. En esa caza de actores, más o menos conocidos, pero que supieran hablar en escena, entró Bette Davis.



Samuel Goldwyn otra vez: vio su retrato en las revistas y creyó que podía ser la compañera de Ronald Colman en Raffles. Pero la prueba de fotogenia fue desastrosa y Goldwyn la rechazó indignado; años después le pagaría una fortuna por su papel en La Loba. Entonces la solicitó la Universal, de Carl Laemmle, para llevar a la pantalla Strictly Dishonorable, de Preston Sturges, gran éxito de Brodway, por trescientos semanales, igual que en el teatro. Pero una vez en Hollywood, todos los directivos y directores de la Universal coinciden en que la adquisición no era afortunada, y sólo le dieron un papel secundario en La mala Hermana (Bad Sister, 1931), dirigida por Hobart Henley. El resultado fue malo y se pensó en prescindir de ella. El operador Kral Freund la salvó porque le encontró algún rasgo utilizable. Interpretó Semilla, de John M. Sthal, pero también sin éxito. Su carrera cinematográfica estaba prácticamente terminada. Y para no perder el importe del contrato la prestan a otras empresas, para hacer películas menores o ínfimas, a veces rodadas en una semana, que contribuían a su total hundimiento.

Tras un año en Hollywood y seis o siete películas fracasadas, la Universal no renovó el contrato. Entonces, por indicaciones de Murria Kinnel, el gran actor inglés George Arliss la hizo llamar para su próxima película, El hombre que se acercó a Dios, porque bajo todos sus fracasos había visto en ella a una gran actriz. A él de Bette Davis su carrera cinematográfica, pero sin la fácil y esplendorosa belleza al uso continúa sin destacar. Hace quince películas más con directores de toda clase y categoría, hasta que en 1934 es prestada a la RKO para el papel femenino de El cautivo del deseo (Of Human Bondage), según la obra de Somerset Maugham bajo la dirección de John Cromwell, como compañera de Leslie Howard. La Warner se negó durante seis meses porque no quería que otra empresa pudiera levantar una estrella desechada por ellos paro bajo su contrato, a la que un éxito tornaría menos manejable y más cara. Pero la convicción de que fracasaría como hasta entonces les decidió a la cesión. El film fue su éxito definitivo. Mildred es la muchacha de barrio bajo y lenguaje cockney, camarera de un pequeño comedor barato, de la que se enamora ese estudiante con un pie deforme, Leslie Howard, que siempre es puesto como ejemplo clínico raro, y le produce un tremendo complejo de inhibición. El amor de aquella muchacha de baja extracción, simple y perversa, es su única salida en la vida. Pero es también su esclavitud y su tortura. Hasta que otro amor cualquiera le libera del pequeño monstruo. Esta creación la consagra como gran actriz y, en cierto modo tiende a tipificarla, peligro constante del actor en el cine.

La Warner la utiliza entonces e interpreta una serie de films, entre los que destaca Peligrosa, que le vale el primer Oscar de la Academia de Hollywood. En El bosque petrificado crea un excelente personaje junto a Leslie Howard. Pero la mayoría de estas películas no le ofrecen nada y la actriz estima que son “increíblemente malas”.

Se encuentra presa en el peligroso dilema del cine profesional: si acepta cualquier película y papel, su descrédito como actriz es inevitable y su final seguro; si se defiende y rechaza, adquiere fama de difícil e inmanejable, calificativo mortal en cualquier país, pero inaceptable en Hollywood, con sus normas de la producción industrial eficiente. Toma otro camino: acepta el contrato que le ofrece Alexander Korda en Inglaterra. Pero la Warner, que la ha cedido sin dificultades, se niega ahora, hace valer su contrato y entabla un pleito que pierde la actriz. Vuelve a la empresa, que desde entonces realiza para ella sus más importantes films. El primero es La mujer marcada (1937), de Lloyd Bacon, con Humphrey Bogart. Con él comienza la gran época de Bette Davis. Jezabel (1938), de Wyler, le vale el segundo Oscar de Hollywood. De 1939 a 1944 es una de las diez actrices más taquilleras del cine norteamericano. Amarga victoria, de Goulding, es quizá su máxima interpretación de esta época, sobre un personaje complejo y patético, moviéndose entre la vida y la muerte. En Juárez encarna a la emperatriz Carlota, casi un papel secundario, pero lo acepta con tal de hacer una creación. La solterona y El cielo y tú son películas de menor calidad, de de mayor éxito de público. Después, grandes interpretaciones en La carta, La loba –una de sus labores magistrales-, La extraña pasajera –cuya primera mitad es inolvidable-, Alerta en el Rhin, la gran película del exiliado político… La vanidosa y Eva al desnudo son brillantes y perfectas creaciones de un personaje, pero este personaje comienza a tipificarse, a fijarse sobre ella. Vida robada es el film más representativo del proceso que viene cercando a la actriz a través de su mejor labor y sus máximos éxitos. Los dos personajes de las mellizas que cambian su vida, entrando una en la vida de la otra, es el sueño dorado de todo actor. Pero aquí Bette Davis no alcanza a Elizabeth Bergner, que la interpretó en 1939. No por sí misma, sino por la manera de trazar el argumento y tratar la realización.


Bette Davis es, desde 938, una de las grandes actrices de la pantalla. Actriz en el sentido del comediante como artista creador, con la plenitud de recursos escénicos. Es, por ejemplo, la actriz que mejor se mueve en la pantalla. Dueña y maestra de un oficio y una técnica prodigiosos, infinitos, que nos e notan a fuerza de ser efectivos, ocultos en su propia creación. Esta creación es un ser humano de ilimitadas perspectivas, universo hecho de todo lo que le rodea, pero siempre reducido y traducido a sí misma. Un mundo en un ser humano es lo que Bette Davis ha logrado hacer en la pantalla. En este sentido de gran comediante de todas las posibilidades es superior a la gran Greta Garbo, toda personalidad y fascinación, o a Ingrid Bergman, toda espontaneidad y calidad humana. Bette Davis va siempre más allá de sí misma y sus personajes perfectamente trazado, actriz del horizonte sin límites.

Pero no ha encontrado nunca el productor, la película, el argumento ni el realizador que precisaba. Ni mejor ni peor, sino el necesario a esa personalidad peculiar, impar, de orden genial. Apenas media docena de films y personajes ofrecen un camino a sus posibilidades de creación. Lo demás es mediocre, nombres y nombres, sin apenas valor en la historia del cine.

Poco a poco estos films la van encasillando en tipos manidos, consabidos, repetidos. A partir de 1953 sus films son de una creciente insignificancia artística. Bette Davis vuelve al teatro, hace una revista musical dirigida por Bassin, recorre el país, tiene éxitos en Brodway, pero como gran estrella de cine ha desaparecido prácticamente. Son diez años de nueva lucha contra todas las adversidades. Operada de osteomielitis, estuvo dos años retirada para reponerse; después se rompió la columna vertebral, lo cual la obligó a un año de reposo; su aspecto físico acusa agudamente, exageradamente, el tiempo. Murió su madre, su constante e infatigable amiga y compañera. Y se consumó su cuarto divorcio, tras diez años de matrimonio con el actor Gary Merrill, con el que hacía sus giras teatrales. Su primer matrimonio fue con músico Harmon Nelson Jr., antiguo compañero de colegio, casados de 1932 a 1939; Arthur Farnsworth, divorciados en 1943, y el ex boxeador William Grant Sherry. Tiene una hija propia y dos hijos adoptados. Con ellos vuelve a Hollywood, dispuesta a afrontarlo de nuevo por el camino más difícil, haciendo una petición pública de trabajo como una empleada cualquiera. Obtiene éxitos en ¿Qué fue de Baby Jane? y Canción de cuna para un cadáver, ambas de Robert Aldrich. Pero sin recuperar el puesto de magnífica actriz que tan legítimamente ocupó durante muchos años.”

(Texto tomado íntegramente de VILLEGAS LÓPEZ, Manuel: Grandes clásicos del cine. Pioneros, mitos, innovadores. Ediciones JC. Toledo 2005. Páginas 95-99)







¿ALGUNA VEZ SUPERAREMOS TANTO HORROR?


Hoy hace 37 años que Kim Phuc salió corriendo de Trang Bang, el pueblo en el que vivía y que fue bombardeado con napalm por un avión norteamericano durante la guerra de Vietnam. Corrió y gritó su horror mientras sus ropas se deshacían consumidas por las llamas hasta dejarla desnuda, hasta que un fotógrafo, Nick Ut, registró su imagen y luego trasladó a la niña a un hospital para que se hicieran cargo de ella.

Y tantos años después, seguramente nunca suficientes, Kim Phuc sigue gritando, estática en esa imagen congelada del 8 de junio de 1972, contra toda víctima inocente de cualquier guerra. Y a veces uno se pregunta por qué parecemos sordos ante tanto dolor, insensibles ante tanto y tanto sufrimiento.

MI ASIGNACIÓN TRIBUTARIA PARA LA IGLESIA CATÓLICA

Creo que no voy a pensarlo más y marcaré definitivamente esa casilla en mi declaración de la renta de este año. No es que la decisión me deje del todo tranquilo, conociendo mi posición hacia la Iglesia Católica. Pero las otras alternativas, al menos aquellas en las que soy capaz de pensar, se me antojan por el momento mucho más inciertas o, cuando menos, pueden considerarse como un destino algo peor.

Si uno opta porque su asignación tributaria del 2008 vaya a la Iglesia Católica, es capaz de medir en cierta medida el destino final que puede darse a esa porción tan pequeña de dinero. Porque lo mismo podrá aplicarse a la compra de cirios y velas, a la confección de zapatos y ropajes para algún purpurado, a matar la polilla de cualquier santo barroco de esos que cuelgan en los retablos o a construir una escuela en algún remoto lugar del África negra. Si me dieran a elegir seleccionaría la última posibilidad, evidentemente. Me temo sin embargo que no hay tal opción. Rezaré en cualquier caso para que la escuela africana se vea beneficiada con mi aportación y tire otro año más con lo puesto el purpurado, aunque tengo el presentimiento de que tales rezos de nada habrán de servirme en este caso.

Pero prefiero pensar en tales posibilidades, por poco gratas que me resulten algunas de ellas, ya digo, que en esa otra más incierta que hace del Estado el depositario de mi asignación tributaria y, por tanto, sumo distribuidor con libre albedrío. Puedo pensar en nuevas infraestructuras, tan necesarias en muchos lugares; puedo pensar en obras sociales, más necesarias si cabe que las anteriores; puedo pensar…. en decenas de cosas beneficiosas para esta vieja piel de toro que uno habita y para sus ciudadanos a las que sería oportuno contribuir. Pero nadie me asegura que el destino del dinero pueda ser ese y no otro. Nadie me asegura que mi aportación, junto con la de algunos otros, no vaya a servir para reflotar el capitalismo, financiar los partidos políticos, servir de aval para los errores y pérdidas de la banca o amparar el descalabro de algunas empresas poco rentables, pero muy emblemáticas.


Porque si uno levanta el faldón de esa cosa tan abstracta que se llama Estado y que, últimamente, sólo alcanza a correr en auxilio de los grandes afectados por esta crisis que nos ha tocado vivir, aprecia que debajo, sosteniendo todo ese entramado, hay mucho ciudadano de a pie, de ese del que nadie se acuerda hasta que su dinero se precisa para sacar a otros a flote. Y esos a los que hay que salvar, curiosamente, casi nunca resultan ser ciudadanos de a pie.

Cuando los que hoy se hunden en la crisis, en parte como culpables de haberla generado, nadaban en beneficios, no creo que se acordaran de quienes hoy deben solventar sus arriesgadas jugadas financieras y empresariales. Ni creo que ofrezcan, aunque pudiera equivocarme, programas saneados que recorten todo gasto que resulte superfluo e innecesario en la nueva situación, en especial en el capítulo de las hinchadas retribuciones de algunos de sus altos cargos.
Ya sé que estas frases sonarán un poco (o un mucho) egoístas para la situación económica y social por la que atravesamos, pero en algún momento tocará entregarse a tales pensamientos y este es tan bueno como cualquier otro. Porque, cuando para uno todo sean vacas flacas, entonces: ¿vendrá el Estado magnánimo y bondadoso a reflotarle?

Por eso opto por la casilla de la Iglesia Católica en mi declaración. Puesto que, de paso, a lo mejor con mi óbolo me gano alguna indulgencia, que puede ser provechosa para mitigar ese pecado de egoísmo del que ahora hago gala. Y es que no hay mal que por bien no venga.