lunes, 8 de junio de 2009

MI ASIGNACIÓN TRIBUTARIA PARA LA IGLESIA CATÓLICA

Creo que no voy a pensarlo más y marcaré definitivamente esa casilla en mi declaración de la renta de este año. No es que la decisión me deje del todo tranquilo, conociendo mi posición hacia la Iglesia Católica. Pero las otras alternativas, al menos aquellas en las que soy capaz de pensar, se me antojan por el momento mucho más inciertas o, cuando menos, pueden considerarse como un destino algo peor.

Si uno opta porque su asignación tributaria del 2008 vaya a la Iglesia Católica, es capaz de medir en cierta medida el destino final que puede darse a esa porción tan pequeña de dinero. Porque lo mismo podrá aplicarse a la compra de cirios y velas, a la confección de zapatos y ropajes para algún purpurado, a matar la polilla de cualquier santo barroco de esos que cuelgan en los retablos o a construir una escuela en algún remoto lugar del África negra. Si me dieran a elegir seleccionaría la última posibilidad, evidentemente. Me temo sin embargo que no hay tal opción. Rezaré en cualquier caso para que la escuela africana se vea beneficiada con mi aportación y tire otro año más con lo puesto el purpurado, aunque tengo el presentimiento de que tales rezos de nada habrán de servirme en este caso.

Pero prefiero pensar en tales posibilidades, por poco gratas que me resulten algunas de ellas, ya digo, que en esa otra más incierta que hace del Estado el depositario de mi asignación tributaria y, por tanto, sumo distribuidor con libre albedrío. Puedo pensar en nuevas infraestructuras, tan necesarias en muchos lugares; puedo pensar en obras sociales, más necesarias si cabe que las anteriores; puedo pensar…. en decenas de cosas beneficiosas para esta vieja piel de toro que uno habita y para sus ciudadanos a las que sería oportuno contribuir. Pero nadie me asegura que el destino del dinero pueda ser ese y no otro. Nadie me asegura que mi aportación, junto con la de algunos otros, no vaya a servir para reflotar el capitalismo, financiar los partidos políticos, servir de aval para los errores y pérdidas de la banca o amparar el descalabro de algunas empresas poco rentables, pero muy emblemáticas.


Porque si uno levanta el faldón de esa cosa tan abstracta que se llama Estado y que, últimamente, sólo alcanza a correr en auxilio de los grandes afectados por esta crisis que nos ha tocado vivir, aprecia que debajo, sosteniendo todo ese entramado, hay mucho ciudadano de a pie, de ese del que nadie se acuerda hasta que su dinero se precisa para sacar a otros a flote. Y esos a los que hay que salvar, curiosamente, casi nunca resultan ser ciudadanos de a pie.

Cuando los que hoy se hunden en la crisis, en parte como culpables de haberla generado, nadaban en beneficios, no creo que se acordaran de quienes hoy deben solventar sus arriesgadas jugadas financieras y empresariales. Ni creo que ofrezcan, aunque pudiera equivocarme, programas saneados que recorten todo gasto que resulte superfluo e innecesario en la nueva situación, en especial en el capítulo de las hinchadas retribuciones de algunos de sus altos cargos.
Ya sé que estas frases sonarán un poco (o un mucho) egoístas para la situación económica y social por la que atravesamos, pero en algún momento tocará entregarse a tales pensamientos y este es tan bueno como cualquier otro. Porque, cuando para uno todo sean vacas flacas, entonces: ¿vendrá el Estado magnánimo y bondadoso a reflotarle?

Por eso opto por la casilla de la Iglesia Católica en mi declaración. Puesto que, de paso, a lo mejor con mi óbolo me gano alguna indulgencia, que puede ser provechosa para mitigar ese pecado de egoísmo del que ahora hago gala. Y es que no hay mal que por bien no venga.

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